«No sé cuándo es el momento de decir: ya no puedo más, y pedir ayuda».
Este fue el mensaje que envié a las personas que sentía más cerca en ese momento.
Fue un mensaje de auxilio.
Tenía miedo.
Miedo de haber llegado al punto en el que las esperanzas, la fe y el optimismo se quedaran cortos para navegar la tristeza y el dolor.
Sentí que todo me superaba.
Podía sentir el mar cubriendo mi cuerpo, y dudé de mí. Por un momento pensé: ¿Qué si este es el punto en el que ya no encuentro fuerzas para seguir?
Y el dolor me llevó al amor.
Me llevó a pedir ayuda, a decir «no puedo más», «no puedo sola», a pensar que quizá, sólo quizá, no tenía porqué hacerlo sola.
Pero, ¿por qué tendría que hacerlo sola?
Porque el dolor es cárcel que aísla y encierra,
el dolor es frontera, es barrera,
que promete soledad inmensa.
El dolor es cárcel, pero hay grietas,
grietas que desdibujan la tristeza,
rebeldes pasos de supervivencia,
que al desbordarse, transparentes,
invitan a la luz, a la esperanza…
al amor que, vulnerable, salva.
