Que quede un agridulce vestigio, del año en que quise morir pero no lo hice.
De los días en que mi cuerpo portaba su máscara de supervivencia,
nada convencido de su propia capacidad de sanar pero fingiendo.
Fingiendo todo el tiempo, como si quisiera vivir.
Fingiendo todo el tiempo, para no dejar de vivir.
Porque así es el peso de la injusticia en el cuerpo,
una incongruencia que estruja el alma y la separa,
bajo el sabor amargo de la culpa.
¿De qué?
Culpa de ser, de vivir, de sonreír, de sobrevivir…
culpa del «yo sola provoqué este dolor»,
culpa del «si tan sólo hubiera hecho algo distinto».
Ese sabor amargo a culpa que envenena los huesos,
y que entre susurros me recordaba cuán negro es el camino,
se presumía enorme, soberbia y elocuente.
La culpa carcomía mis manos desesperadas, buscando el perdón.
¿De quién?
De todos.
De nadie.
Quizá el mío.
Menos el mío.
El mío no importa. No lo merezco.
El de un mundo que injustamente me declaró culpable,
sin siquiera haber escuchado mi historia,
acallando el eco de la herida, que cada día era más pronunciada,
se extendía cual infinito en mi mirada derrotada.
Y mis hombros cayeron.
Cayeron hasta el suelo y creo que siguieron cayendo.
La culpa, la injusticia, la tristeza… eran tremenda carga.
Presa de mi propia voz, acallada por una voz más imponente…
que jamás será la mía.
Porque el poder del no es débil, enclenque e inútil
cuando se trata del deseo de otro que no eres tú.
No eres tú. No es tu cuerpo, aunque sí lo sea.
Es cuerpo dedicado al placer de ese que se acerca.
Y sientes miedo.
Miedo de que se apodere de ti ese susurro
que te recuerda cuán duro es respirar,
cuán difícil es levantar la mirada cada mañana,
cuán imposible es no sucumbir ante la sombra.
Quieres luz, lloras luz,
pero no la encuentras.
Se ha perdido entre las cortinas
y a tus manos frías sólo llegan lágrimas.
¿Esas lágrimas son tuyas? ¿A quién le pertenecen?
Te miras al espejo y ves un par de ojos hinchados,
rojos, tristes, caídos y derrotados.
No te reconoces. No te escuchas. No es tu reflejo en ese espejo.
Has quedado enterrada bajo los efectos del abuso.
Ya no existes, así que mejor no hables.
Te miras al espejo y ves el mundo masculino
fuerte, imponente, juicioso y soberbio.
Y tú no estás.
Te buscas, te miras, te escuchas
pero tú ya no estás.
El mundo, el pasado, la herida,
la culpa, el dolor, la tristeza,
todo te ha destrozado.
Aquí yace tu cuerpo,
lleno de expectativas, susurros, gritos,
rasguños, moretones, dudas y miedos.
Yace tu vida pero ya no es tuya,
cual cáscara inmóvil y putrefacta.
Bien. Que muera lo que el mundo hizo de ti,
para que puedas hacer de ti, lo que tú quieras.

